29 jul 2011

Der Struwwelpeter: un avatar de la castración

 "Pues, la angustia de la muerte, puede ser concebida lo mismo que la angustia de la conciencia moral, como un procesamiento de la angustia de castración." 

                                                                                     S. Freud (El Yo y el Ello)


La luz de mi escritorio alumbra la portada de Der Struwwelpeter. Ataviado con faldollín rojo, un niño de rostro desdichado exhibe en cada mano unas uñas que han crecido hasta volverse garras, el pelo enmarañado a leguas deja adivinar que a este pequeño -como en el memorable verso de Neruda- las peluquerías lo hacen llorar a gritos.

Pero no juzguemos con premura al pobre niño, vean el precio de tan pringado y desastrado aspecto:

¡Aquí está, nenes y nenas,
éste es Pedro Melenas!
Por no cortarse las uñas
le crecieron diez pezuñas,
y hace más de un año entero
que no ha visto al peluquero.
¡Qué vergüenza! ¡Qué horroroso!
¡Qué niño más cochambroso!

¡Nada menos que el escarnio social! Pobre Pedro, y todo por sacarle al peine y las tijeras.

Traducido al español  como "Pedro melenas", "Pedro el desgreñado" o "Pedro el asqueroso", Der Struwwelpeter es el nombre de un libro de cuentos para niños que conoció gran éxito durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Si bien se trata de uno de los libros infantiles más célebres, acaso también sea uno de los más polémicos. Nos encontramos, en efecto, ante a uno de los más conspicuos representantes de la llamada "pedagogía negra"; pero éste cuenta con el sello inconfundible de la marca teutona: "Made in Germany". Incluso alguien como Charlotte Bühler -la psicóloga del desarrollo que abonó en algo al estadio del espejo lacaniano- consideraba este libro un manual ideal para la educación de los niños.

Heinrich Hoffman, el autor -que en cuestiones siniestras rivalizaría sin duda con el otro Hoffmann (Ernst Theodor Amadeus)-, era un pediatra que, según se cuenta, acostumbraba narrar historias de su propia inspiración a sus inquietos (y a la postre aterrorizados) pacientes, con el fin de apacigüarlos durante la consulta. Más tarde, tales narraciones pasarían a formar parte de Der Struwwelpeter. Lo cierto es que el propio Hoffmann consignó en una carta pública las circunstancias en que se gestó la obra por la que sería recordado; decía allí:
"¡Habent sua fata libelli! ¡Los libros tienen su Destino! Y esto vale para el Struwwelpeter. En la Navidad de 1844, buscaba un regalo para mi hijo pequeño, de tres años y medio. Quería un libro ilustrado, que correspondiese a la edad de aquel pequeño ciudadano del mundo, pero todo lo que veía no me decía nada (...)Finalmente, tomé un cuaderno en blanco y le dije a mi esposa: 'Le voy a hacer al niño el libro ilustrado que necesita'. El niño aprende viendo, le entra todo por los ojos, comprende lo que ve. No hay que hacerle advertencias morales. Cuando le dicen: Lávate; Cuidado con el fuego; Deja eso; ¡Obedece!, para el niño son conceptos sin sentido. Pero el dibujo de un desarrapado, sucio, de un vestido en llamas, la imagen de la desgracia le instruye más que todo lo que se pueda decir con las mejores intenciones. Por eso es cierto el refrán que dice: El gato escaldado huye".
Conformado por diez cuentos en rima, cada uno retrato de una conducta indeseable y su correspondiente castigo, y con un subtítulo que parecería rezumar ironía (Historias muy divertidas y estampas aún más graciosas para niños de 3 a 6 años), Der Struwwelpeter alcanzó un gran éxito comercial desde su publicación en 1845. Las traducciones se aceleraron y, de esta misma suerte, el texto y sus imágenes pronto se inscribirían en la educación sentimental, por así decirlo, de varias generaciones de niños.

Al lado del cochambroso Pedro, por ahí desfila la imprudente y desdichada Paulina que, por andar jugando con cerillos, se incendia desde el vestido hasta los huesos y queda reducida a cenizas; o bien el melindroso Gaspar que, por no tomar sus alimentos como Dios manda, ve adelgazar su cuerpo hasta la extinción.

Pero la historia que más nos interesa (por razones de inmediato evidentes) es la de "Conrado, el pequeño chupadedos". En ella, una madre advierte a su pequeño hijo que no ose chuparse el pulgar durante su ausencia o, de lo contrario, vendrá a cortárselo un sastre armado de unas enormes tijeras. Apenas la madre se da vuelta el niño, como es natural, empieza a chuparse el dedo, cuando de pronto entra a escena el horrífico sastre y le cercena el pulgar de cada mano. Esta es la triste y cruenta historia de Conrado:


"¡Conrado!", dice mamá:          
"Salgo un rato, estate acá;
sé bueno, juicioso y pío,
hasta que vuelva, hijo mío,
y no te chupes el dedo
porque entonces —¡ay, qué miedo!—
vendrá a buscarte, pillastre,
con las tijeras el sastre,
y te cortará —tris, tras!—
los pulgares, ya verás".









Sale doña Berta y ¡zas!
¡Chupa que te chuparás…!








Se abre la puerta y de un salto,     
entra en la casa, al asalto,
el terrible sastre aquél
que venía en busca de él.
Con la afilada tijera
le corta los dedos —¡fuera!—









y deja al pobre Conrado
llorando desconsolado.
Cuando vuelve doña Berta,  
lo encuentra, triste, en la puerta.
¡Sin pulgares se quedó,
el sastre se los cortó!








Ya en sus Tres Ensayos de teoría sexual, Sigmund Freud hablaba del chupeteo como una manifestación autoerótica que no esperó al psicoanálisis para ser evidente pues, decía, incluso los pediatras del siglo XIX repararon en el carácter sexual del chupeteo infantil.

En una de sus Conferencias de introducción al psicoanálisis, luego de puntualizar algunos elementos que considera constitutivos de la "realidad material" del complejo de castración (la amenaza explícita de castración, la visión del genital femenino, etc.), Freud alude de manera explícita al libro que comentamos, dice: "En el famoso Struwwelpeter de Hoffman, el pediatra de Frankfurt, cuyo libro debe su popularidad justamente a la comprensión que muestra de los complejos sexuales y otros de la infancia, hallan ustedes a la castración morigerada y sustituida por el corte del pulgar como castigo a un chupeteo obstinado."

En el sentido freudiano más estricto (lo que no implica caer en una rancia ortodoxia), el complejo de castración parecería estar lejos de ser un conjunto abigarrado de metáforas bizarras. Un comentario de Oscar Masotta pone los puntos sobre la íes en lo que toca al lugar de este libro en el contexto postvictoriano que vió nacer al psicoanálisis: "El complejo de Edipo y su secuela, el complejo de castración, no son sino las marcas, de las que el pensamiento freudiano no es más que el efecto, de la educación autoritaria de la época". A lo que añade:
"Bastaría para demostrarlo con citar algunos textos de lectura alemanes de la época. Der Struwwelpeter, el texto para enseñanza primaria firmado por el doctor Heinrich Hoffmann, y en cuya cubierta se lee en efecto que se lo recomendaba para la educación de los niños entre tres y seis años de edad, no es más que la prueba espeluznante de que la castración no es una idea del individuo, sino el gesto real del adulto autoritario entronizado en los valores de la época y en el ejemplo educativo. Esto con respecto a la sociedad real que le tocó vivir a Freud."
En tiempos donde la pedagogía solería perderse en los senderos del (así llamado) sentido común y el manga y el anime abordan con explicitud los avatares del sexo, ¿en qué vendrán a modificarse los aspectos estructurantes que en el sujeto mantiene la castración? Creo que se trata de una interesante cuestión a zanjar...

Click aquí para descargar en pdf el libro en español.

22 jul 2011

Lucian Freud (1922-2011), pintor del cuerpo

"Quiero que mi pintura funcione como carne. Para mí, la pintura es la persona. Que ejerce sobre mí mismo un idéntico efecto que la carne."
(L. F. )


Hace un par de de días murió en su domicilio londinense Lucian Freud. Tenía ochenta y ocho años. Apenas unas semanas atrás lo evocaba yo en este blog a propósito de una subasta. Ahora, ¿cuánto inflará el aliento de la muerte del artista el precio de sus trabajos?

Lucian Freud nació en la ciudad de Berlín, pero en 1933 emigró con sus padres a Londres. Hijo de Ernst -el hijo menor de Sigmund Freud- y pintor en ciernes se reuniría con sus abuelos (Martha y Sigmund) y su tía (Anna) cuando -ante la invasión nazi y contra su voluntad- el creador del psicoanálisis se exiliara con su familia en Londres en 1938. Ese mismo año, el joven Lucian empezaría a estudiar arte en ésta y otras ciudades de Inglaterra. En sus años de formación flirteó con el surrealismo, no obstante, poco después empezaría a ensayar el estilo hiperrealista y lleno de expresividad que le sería característico.

Durante la década de 1950 sus retratos y autorretratos comenzaron a obtener reconocimiento internacional. Al lado de Francis Bacon (de quien fue amigo), es considerado una de las figuras más representativas de la escuela neofigurativa inglesa.

Se dice que tuvo cerca de cuarenta hijos, lo que no deja de ser de una excelsa prolijidad en alguien que, además, pintó algunos cientos de cuadros y realizó miles de bosquejos.

De estirpe rubensiana, goyesca, la obra de Lucian Freud nos recuerda que entre la carne hecha jiras y la experiencia del cuerpo queda apenas esa delgada línea reflejante que llamamos espejo (función de cuadro de la superfice especular); nos dice que el lazo de identidad que anuda nuestro nombre y nuestro rostro no es sino la argucia imaginaria que quiere apuntalar -siquiera momentáneamente- nuestra frágil consistencia de sujetos...