25 mar 2012

Antonio Tabucchi, escritor de sueños ajenos


La mañana de este domingo, a los 68 años, murió el escritor italiano Antonio Tabucchi. La noticia de su muerte, aquí leída, me hizo recordar las imágenes de uno de sus más bellos relatos: Los tres últimos días de Fernando Pessoa. Y me pregunté si acaso Tabucchi, entre las frías paredes de la Cruz Roja de Lisboa, su ciudad de adopción, habría recibido en sus últimos días la visita de un sosias literario. Y si la noche antes de morir soñó algo que después otro -un otro cualquiera pero alguien- llegaría a escribir. Y si alguien, de ahora en adelante, escribirá los recuerdos de Tabucchi como si otro los recordara y no el propio Tabucchi, o como si en realidad -siendo otro- los recordara y escribiera Tabucchi.

Para recordarlo en este blog, copio de su libro Sueños de sueños las páginas dedicadas al creador del psicoanálisis.

SUEÑO DE SIGMUND FREUD, INTÉRPRETE DE SUEÑOS AJENOS
Por: Antonio Tabucchi

La noche del veintidós de septiembre de 1939, el día antes de morir, el doctor Sigmund Freud, intérprete de los sueños ajenos, tuvo un sueño.
Soñó que se había convertido en Dora y que estaba cruzando una Viena bombardeada. La ciudad estaba destruida, y de las ruinas de los edificios se alzaba una nube de polvo y de humo.
¿Cómo es posible que esta ciudad haya sido destruida?, se preguntaba el doctor Freud, e intentaba sujetarse los senos, que eran postizos. Pero en aquel momento se cruzó, en la Rathausstrasse, con Frau Marta, que avanzaba con el Neue Frei Presse abierto ante sí.
Oh, querida Dora, dijo Frau Marta, acabo de leer precisamente ahora que el doctor Freud ha vuelto a Viena desde París y vive justo aquí, en el número siete de la Rathausstrasse, quizá le sentaría bien que lo visitara. Y mientras lo decía, apartó con el pie el cadáver de un soldado.
El doctor Freud sintió una gran vergüenza y se bajó el velo del sombrero. No sé por qué, dijo tímidamente.
Porque tiene usted muchos problemas, querida Dora, dijo Frau Marta, tiene usted muchos problemas, como todos nosotros, necesita confiarse a alguien, y, créame, nadie mejor que el doctor Freud para las confidencias, él lo comprende todo acerca de las mujeres, a veces parece incluso una mujer, de tanto como se ensimisma en su papel.
El doctor Freud se despidió con amabilidad pero con rapidez y retomó su camino. Un poco más adelante se cruzó con el mozo del carnicero, que la miró con insistencia y le soltó un piropo grosero. El doctor Freud se detuvo, porque hubiera querido darle un puñetazo, pero el mozo del carnicero le miró las piernas y le dijo: Dora, a ti te hace falta un hombre de verdad, para que dejes de estar enamorada de tus fantasías.
El doctor Freud se detuvo irritado. Y tú ¿cómo lo sabes?, le preguntó.
Lo sabe toda Viena, dijo el mozo del carnicero, tú tienes demasiadas fantasías sexuales, lo ha descubierto el doctor Freud.
El doctor Freud levantó los puños. Eso ya era demasiado. Que él, el doctor Freud, tenía fantasías sexuales. Eran los demás quienes tenían esas fantasías, los que acudían a hacerle sus confidencias. Él era un hombre íntegro, y aquel tipo de fantasías era un problema de niños o de perturbados.
Venga, no seas tonta, dijo el mozo del carnicero, y le pellizcó suavemente la mejilla.
El doctor Freud se pavoneó. Después de todo, no le disgustaba ser tratado con familiaridad por un viril mozo de carnicero, y después de todo él era Dora, que tenía problemas nefandos.
Continuó avanzando por la Rathausstrasse y llegó ante su casa. Su casa, su bella casa, ya no existía, había sido destruida por un obús. Pero en el pequeño jardín, que había quedado intacto, estaba su diván. Y en el diván se hallaba tumbado un palurdo con zuecos y la camisa por fuera, que estaba roncando.
El doctor Freud se le acercó y lo despertó. ¿Qué hace usted aquí?, le preguntó.
El palurdo lo miró fijamente, con los ojos muy abiertos. Busco al doctor Freud.
El doctor Freud soy yo, dijo el doctor Freud.
No me haga reír, señora, respondió el palurdo.
Muy bien, dijo el doctor Freud, le confesaré una cosa, hoy he decidido asumir la apariencia de una de mis pacientes, por eso voy vestido así, soy Dora.
Dora, dijo el palurdo, pero si yo te amo. Y diciendo esto la abrazó. El doctor Freud sintió una gran turbación y se dejó caer sobre el diván. Y en aquel momento se despertó. Era su última noche, pero él no lo sabía.

SIGMUND FREUD. Freiberg, 1856-Londres, 1939. Era neurólogo. Primero estudió la histeria y la hipnosis de Charcot, después interpretó los sueños de los hombres, con la pretensión de remontarse a través de ellos hasta la infelicidad que nos persigue. Sostuvo que el hombre, dentro de sí, posee un coágulo oscuro que denominó inconsciente. Sus Casos clínicos pueden ser leídos como ingeniosas novelas. El Ello, el Yo y el Super-Yo son su Trinidad. Y, tal vez, todavía la nuestra.

De: Sueños de Sueños, Anagrama, Barcelona, 1996.