Se oponía tanto a la esclavitud que había empezado a incluir prosa y poesía en el mismo libro, de modo que no hubiera fronteras arbitrarias entre ellas.
Ishmael Reed, citado por Paul Metcalf
Jorge Luis Borges murió el 14 de junio de 1986, hoy hace veinticinco años. A semanas de cumplir ochenta y siete, murió en Ginebra, ciudad que eligió como última morada y donde vivió parte de su adolescencia. Se ha dicho, sobre su elección, que se negó a ofrecer a la tierra que lo vio nacer el espectáculo de su agonía. Prefirió, durante sus últimos meses de vida, aplicarse al estudio del árabe. En Ginebra se quedó enterrado por su propia voluntad y algunos vieron ese gesto postrero, definitivo, como una displicencia a la nación, así como la cereza en el pastel de una presunta tendencia extranjerizante que habría mantenido en vida. Pero lo cierto es que -para los argentinos- Borges parece ser el más argentino de los escritores, mientras que para el resto del mundo acaso ha sido y sigue siendo el argentino más universal.
Creador de piezas fundamentales de la literatura del siglo XX, al leer a Borges nos parece oír la voz de un hombre cuya escritura plantó un pie en el siglo XIX y otro en el siglo XXI. Tal vez sea esa tensión que desafía la temporalidad una de las claves por las que su obra hoy parece no tener fecha de caducidad. Pionero en el arte de mezclar géneros literarios, fue un maestro en el de abolir fronteras entre prosa y poema, entre ficción y pensamiento puro. De un cartesianismo impecable, Borges fue un escritor de su tiempo (como pocos quizás) que miró a las letras del pasado -incluso a las más ancestrales, a los textos llamados "sagrados"- para imaginar (y quizás sin saberlo, sin quererlo, ¿qué sé yo?, inventar) la literatura futura, el pulso de los libros que vendrán.
Borges -para quien el tiempo era la desdichada sustancia que somos- imaginó el Paraíso como una vasta biblioteca (¿y quién podría jactarse de trabajar a diario en "el Paraíso"?); más aún, concibió el mundo como un libro y el universo como una biblioteca infinita cuyos signos dispersos nos escriben en un alfabeto cuya ley ignoramos, y que -en este punto insistía- nos duplica al desdoblarnos. (Que el lenguaje nos divide, pues, dirían desde otro lado los psicoanalistas.) Visto así, la existencia no consistiría sino en el ejercicio de aprender a leer los trazos del dios desconocido para descifrar el enigma de nuestro destino. (¿Y no sería ése uno de las desafíos que Borges impone a su lector?)
Hijo de un profesor de psicología que no otorgaba el menor crédito a dicha disciplina, a Borges no le cayó bien el psicoanálisis (cuyas diferencias básicas con la psicología quizás no llegó a discernir, prueba es que se decantara en cierto momento a favor de Jung y en contra de Freud). A lo largo de su larga vida, el autor de El Aleph no escatimó en opiniones negativas, contundentes contra el invento de Freud, a quien consideraba -según declaró sin ambages- "un viejo chismoso". También es fama que definió el aparato psíquico freudiano como "la triste mitología de nuestro tiempo", y que aseguró que el psicoanálisis era "la rama obscena de la ciencia-ficción". En el monumental diario de los encuentros que sostuvo con su gran amigo, Bioy Casares consignó estas palabras de Borges: "Yo creo que el secreto del éxito del psicoanálisis está en la vanidad de la gente; te das cuenta, poder hablar todo lo que uno quiere, de uno mismo, y que lo escuchen con interés y aun poder hablar de la infancia". (1959)
Nada de eso, sin embargo, impidió a nuestro autor aceptar la invitación de la Escuela Freudiana de Buenos Aires para brindar tres conferencias entre 1980 y 1982, tres bellas y amenas charlas que tuvieron como tema: "Los sueños y la poesía", "El poeta y la escritura", y el pensamiento de Spinoza. (Un fragmento de la primera se puede leer aquí). Se dice (la tesis era de Proust) que todo gran escritor inventa una nueva lengua. Siendo además de un soñador memorioso un coleccionista de sueños y recuerdos ajenos, es muy probable que sin el idioma de Borges hoy seríamos más mudos y más sordos en la Babel onírica de nuestro espíritu.
Aquí unos versos que escribió sobre la efigie de Edipo, y la esfinge:
Ishmael Reed, citado por Paul Metcalf
Jorge Luis Borges murió el 14 de junio de 1986, hoy hace veinticinco años. A semanas de cumplir ochenta y siete, murió en Ginebra, ciudad que eligió como última morada y donde vivió parte de su adolescencia. Se ha dicho, sobre su elección, que se negó a ofrecer a la tierra que lo vio nacer el espectáculo de su agonía. Prefirió, durante sus últimos meses de vida, aplicarse al estudio del árabe. En Ginebra se quedó enterrado por su propia voluntad y algunos vieron ese gesto postrero, definitivo, como una displicencia a la nación, así como la cereza en el pastel de una presunta tendencia extranjerizante que habría mantenido en vida. Pero lo cierto es que -para los argentinos- Borges parece ser el más argentino de los escritores, mientras que para el resto del mundo acaso ha sido y sigue siendo el argentino más universal.
Creador de piezas fundamentales de la literatura del siglo XX, al leer a Borges nos parece oír la voz de un hombre cuya escritura plantó un pie en el siglo XIX y otro en el siglo XXI. Tal vez sea esa tensión que desafía la temporalidad una de las claves por las que su obra hoy parece no tener fecha de caducidad. Pionero en el arte de mezclar géneros literarios, fue un maestro en el de abolir fronteras entre prosa y poema, entre ficción y pensamiento puro. De un cartesianismo impecable, Borges fue un escritor de su tiempo (como pocos quizás) que miró a las letras del pasado -incluso a las más ancestrales, a los textos llamados "sagrados"- para imaginar (y quizás sin saberlo, sin quererlo, ¿qué sé yo?, inventar) la literatura futura, el pulso de los libros que vendrán.
Borges -para quien el tiempo era la desdichada sustancia que somos- imaginó el Paraíso como una vasta biblioteca (¿y quién podría jactarse de trabajar a diario en "el Paraíso"?); más aún, concibió el mundo como un libro y el universo como una biblioteca infinita cuyos signos dispersos nos escriben en un alfabeto cuya ley ignoramos, y que -en este punto insistía- nos duplica al desdoblarnos. (Que el lenguaje nos divide, pues, dirían desde otro lado los psicoanalistas.) Visto así, la existencia no consistiría sino en el ejercicio de aprender a leer los trazos del dios desconocido para descifrar el enigma de nuestro destino. (¿Y no sería ése uno de las desafíos que Borges impone a su lector?)
Hijo de un profesor de psicología que no otorgaba el menor crédito a dicha disciplina, a Borges no le cayó bien el psicoanálisis (cuyas diferencias básicas con la psicología quizás no llegó a discernir, prueba es que se decantara en cierto momento a favor de Jung y en contra de Freud). A lo largo de su larga vida, el autor de El Aleph no escatimó en opiniones negativas, contundentes contra el invento de Freud, a quien consideraba -según declaró sin ambages- "un viejo chismoso". También es fama que definió el aparato psíquico freudiano como "la triste mitología de nuestro tiempo", y que aseguró que el psicoanálisis era "la rama obscena de la ciencia-ficción". En el monumental diario de los encuentros que sostuvo con su gran amigo, Bioy Casares consignó estas palabras de Borges: "Yo creo que el secreto del éxito del psicoanálisis está en la vanidad de la gente; te das cuenta, poder hablar todo lo que uno quiere, de uno mismo, y que lo escuchen con interés y aun poder hablar de la infancia". (1959)
Nada de eso, sin embargo, impidió a nuestro autor aceptar la invitación de la Escuela Freudiana de Buenos Aires para brindar tres conferencias entre 1980 y 1982, tres bellas y amenas charlas que tuvieron como tema: "Los sueños y la poesía", "El poeta y la escritura", y el pensamiento de Spinoza. (Un fragmento de la primera se puede leer aquí). Se dice (la tesis era de Proust) que todo gran escritor inventa una nueva lengua. Siendo además de un soñador memorioso un coleccionista de sueños y recuerdos ajenos, es muy probable que sin el idioma de Borges hoy seríamos más mudos y más sordos en la Babel onírica de nuestro espíritu.
Y más ciegos en nuestro propio laberinto.
Aquí unos versos que escribió sobre la efigie de Edipo, y la esfinge:
Edipo y el enigma
Cuadrúpedo en la aurora, alto en el día
Y con tres pies errando por el vano
Ámbito de la tarde, así veía
La eterna esfinge a su inconstante hermano,
Cuadrúpedo en la aurora, alto en el día
Y con tres pies errando por el vano
Ámbito de la tarde, así veía
La eterna esfinge a su inconstante hermano,
El hombre, y con la tarde un hombre vino
Que descifró aterrado en el espejo
De la monstruosa imagen, el reflejo
De su declinación y su destino.
Que descifró aterrado en el espejo
De la monstruosa imagen, el reflejo
De su declinación y su destino.
Somos Edipo y de un eterno modo
La larga y triple bestia somos, todo
Lo que seremos y lo que hemos sido.
La larga y triple bestia somos, todo
Lo que seremos y lo que hemos sido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario