Artaud, fotografiado por Man Ray en 1926 |
Del pensamiento como enfermedad: el hombre piensa con su cuerpo
El pensamiento consiste en que hay palabras que introducen en el cuerpo ciertas representaciones imbéciles, y ya está, ahí tienen la clave del asunto; aquí tienen lo imaginario.
J. Lacan[1]
La cuestión del pensamiento tal y como Artaud la plantea muestra una dislocación del cogito cartesiano en la que el sujeto -más que alcanzar por esta vía la garantía de su existencia- es arrojado a una suerte de abismo donde reina la desposesión del yo y la negatividad del ser[2]. Muchos escritos tempranos de Artaud consignan la manera en que la facultad de pensar llegaría a convertirse para él en una suerte de enfermedad. Básicamente, ésta consistía en una perpetua sensación de robo, de pérdida, de extravío de las ideas en su relación con la lengua. Escribe en esos años: “Yo sufro de una espantosa enfermedad de la mente. Mi pensamiento me abandona en todos los peldaños. Desde el hecho simple del pensamiento hasta el hecho exterior de su materialización en palabras.” (I, 30) Ya desde entonces, como antes vimos, Artaud denunciaba la existencia de una entidad de orden exterior, un “algo” que lo arrojaba a una sensación de vértigo e insuficiencia en el momento de pensar, “algo” que usufructuaba sus palabras:
Así pues hay un algo que destruye mi pensamiento, un algo que no me impide ser lo que podría ser, pero que me deja, como quien dice, en suspenso. Un algo furtivo que me despoja de las palabras que he encontrado, que disminuye mi tensión mental, que va destruyendo la masa de mi pensamiento en su sustancia. (I, 36)
El robo implica la sustracción de las palabras y anula la posibilidad de expresión en la misma medida en que el lenguaje ofrece una vestimenta conceptual a las ideas, y para Artaud: “la verdad de la vida está en la impulsividad de la materia, el espíritu del hombre está enfermo en medio de los conceptos”. (I, 357) En los pasajes citados, se observa que Artaud asumía que el pensamiento no se reduce a una actividad inmaterial del espíritu (“la masa de mi pensamiento”), le atribuye cualidades físicas, incluso, en ciertos momentos, llega a describirlo como una secreción corporal, una excrecencia. La materialidad de la idea de la que hablaba Artaud impugna la escisión occidental entre el cuerpo y el espíritu, contradice el dicho de Aristóteles (que a Lacan le gustaba citar) según el cual “el hombre piensa con su alma”. Está claro que, para Artaud, el hombre piensa con su cuerpo.
Así, nos habla de “la apariencia física del sueño” (I, 158), de la caída de “aerolitos mentales” (I, 112), de sufrir de una “cristalización sorda y multiforme del pensamiento” (I, 66) y de la “descorporización de la realidad” (I, 75). De un dolor arraigado “en ese lugar de la sensibilidad en que los dos mundos del cuerpo y del espíritu se encuentran” (I, 136). Se define también como “un alma atacada fisiológicamente” (I, 104), y escribe que su “espíritu se ha abierto por el vientre” (I, 76). Para Artaud, entonces, el espíritu no posee menos materialidad que un cuerpo, y las facultades que le son propias no están desprovistas de cualidades somáticas. En la mecánica espiritual de Artaud se piensa con nervios y tejidos, con huesos y carne, y tal parece que las ideas acaban por convertirse en materia, sustancia, órgano, o incluso un ensamble de objetos que han perdido sus cualidades más esenciales:
He llegado a un punto en que las ideas ya no las siento como ideas, como encuentros de cosas espirituales, que tienen en sí el magnetismo, el prestigio, la iluminación de la absoluta espiritualidad, sino como simples ensambles de objetos .(I, 349)
Frases como éstas, y las citas podrían multiplicarse sin dificultad, no construyen metáforas; en cambio, parecen dar cuenta del funcionamiento metonímico del intelecto, cuya característica sería el deslizamiento continuo en pos de un objeto elidido.
Será su continuidad perpetua (cualidad que en su filosofía Henri Bergson denominó duración[3]), lo que brinda al pensar su carácter álgido: “El verdadero dolor es sentir el pensamiento desplazarse en uno mismo” (I, 117). De esta suerte de “automatismo psíquico”[4] vivido como una enfermedad, Artaud intentará librarse en esos años mediante la escritura. Un testimonio perentorio de esta tentativa fue aportado por la célebre correspondencia que sostuvo entre 1923 y 1924 con Jacques Rivière. En ella, Artaud aseguraba al director de una importante revista[5] que la supuesta “imperfección literaria” que acusaban sus poemas se debía a esa “espantosa enfermedad de la mente” que lo mantenía presa. Dicho padecer, vivido como un auténtico desposeimiento de sí mismo, lo llevará a intentar fijar desesperadamente, en el espacio físico de la escritura, las “formas” que como verdaderas flechas cruzaban su pensamiento. Escribía Artaud a Rivière: “Así que cuando puedo agarrar una forma, por imperfecta que sea, la fijo, temeroso de perder todo el pensamiento.” (I, 35) En ese momento, pensar y escribir llegan a ser sinónimos: “No se trata para mí más que de saber si tengo derecho o no a seguir pensando, en verso o en prosa.” (I, 35) Pensar lo impensable, expresar lo inexpresable, serán tareas a las que Artaud se aboque durante los próximos años con una determinación sin precedentes. Producto de tales esfuerzos son los textos recogidos en libros como L’ombilic des limbes, Le Pèse-nerfs, L’art et la mort[6]. Sin embargo, la fijación del pensamiento mediante la escritura, la detención de su flujo incesante, terminará por convertir el ejercicio escritural en un juego de paradojas donde el pensamiento no saldrá con vida, en una suerte de sofisma destinado a evidenciar tanto la imposibilidad del pensamiento como la del mismo hecho de escribir. En una carta escrita desde Rodez, en 1946, Artaud evocaba en estos términos la imposibilidad que siempre acompañó su entrada en la escritura:
La mayor parte de mis libros y mis poemas están dedicados a decir que yo no podía decir nada ni escribir nada y a señalar mi repugnancia, yo tenía un sentimiento verdadero que cabía en una frase, quería apoyarla en un poema entero como un verdadero ladrillo en todo un muro y no lo lograba[7].
Para definir su estado, o al menos intentarlo, Artaud inventó el término impouvoir (“impoder”). Una imposibilidad del pensamiento que se volvía inmanente al acto de la escritura; citando al “divino Platón”, Artaud acabará por decir que “el pensamiento se perdió el día en que una palabra fue escrita”; porque “escribir es impedir al espíritu que se agite en medio de las formas como una vasta respiración. Pues la escritura fija al espíritu y lo cristaliza en una forma, y de la forma nace la idolatría”[8]. Así pues, en el momento de su escritura, el pensamiento se ve reducido a la categoría de un objeto inerte, materia muerta y corruptible susceptible de convertirse en un fetiche más de la cultura. Esta condición hacía de la experiencia del pensamiento, en Artaud, “una falta” -escribe Blanchot- “que produce un dolor extremo, una deficiencia que de inmediato irradia a partir de ese centro y, consumiendo la substancia física de lo que está pensando, se divide a todos los niveles en muchas imposibilidades particulares”[9].
Veremos que en esa falta, en ese dolor punzante en el cuerpo, Artaud afianzaría su derecho a la escritura y templaría las bases de su estilo[10].
Cahier nº 253, autorretrato 1947 |
De: Gabriel Meraz, La escritura de un cuerpo imposible: Antonin Artaud, LITORAL número 43, revista de la école lacanienne de psychanalyse, abril de 2011.
[1] “La tercera” (1974), en Actas de la Escuela Freudiana de Paris, Petrel, Barcelona, 1980, p. 163.
[2] Acerca de la desposesión de sí mismo de la que hablaba Artaud, comenta Blanchot: “Debe colocarse en primer lugar la desposesión y no ya la totalidad inmediata de la que esta desposesión aparecería primero como la simple carencia. Lo que es primero no es la plenitud del ser, es la grieta y la fisura, la erosión y el desgarramiento, la intermitencia y la corrosiva privación; el ser no es el ser, es esta carencia de ser, carencia viva que hace a la vida desfalleciente, inasible, inexpresable salvo por el grito de una feroz abstinencia”. M. Blanchot, El libro que vendrá, Monte Ávila, Caracas, 1993, pp. 27-28. El dislocamiento consiste, entonces, en que el punto de partida es la radical negatividad, el kénos, que sostiene al sujeto pensante.
[3] Jacques Derrida llegó a señalar, no sin reservas, la “vena bergsoniana” de Artaud, en “La palabra soplada”, La escritura y la diferencia, op.cit., p.246. Sin que ello signifique la existencia de un mero influjo, en las conferencias que dictó en México puede comprobarse que Artaud conocía la obra del filósofo de L’ Evolution Créatrice.
[4] Y aquí cabe señalar, con todas las reservas que ello implica, una curiosa cercanía con la experiencia que describe el Presidente Schreber, cierta “compulsión a pensar”, definida como “una coacción a pensar incesantemente, mediante la cual el derecho natural del hombre al descanso mental, al reposo transitorio de la actividad de pensar, por vía de no pensar nada, resulta menoscabado, o como reza la expresión del lenguaje primitivo, se perturba el “subsuelo” del hombre”. Memorias de un enfermo nervioso, Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1979, p. 177.
[5] La Nouvelle Révue Française (N. R. F.).
[6] Sobre los textos que escribió Artaud en la década de 1920, comenta Susan Sontag: “En toda la historia de la escritura en primera persona no se encuentra un registro tan incansable y detallado de la microestructura del dolor mental.” S. Sontag, “Un enfoque a Artaud”, en Bajo el signo de Saturno, Lasser Press, México, 1981, p. 29.
[7] A. Artaud, Cartas desde Rodez, Fundamentos, Madrid, 1976, p. 224.
[8] A. Artaud, México y Viaje al país de los tarahumaras, F. C. E., México, 1995, p. 129.
[9] M. Blanchot, El libro que vendrá, Monte Avila, Caracas, 1993, p. 27.
[10] En Rodez, escribía Artaud en una carta: “No escribo más que lo que yo he sufrido medida por medida de mi cuerpo y punto por punto de todo mi cuerpo, lo que escribo lo he encontrado siempre a través de las angustias, las angustias de la moral de mi cuerpo.” A. Artaud, Cartas desde Rodez 3, Fundamentos, Madrid, 1979, p, 93.