“Por desgracia, la historia de la infancia no se ha escrito nunca, y es dudoso que se pueda escribir algún día, debido a la escasez de datos históricos acerca de la infancia.”
James Bossard.
La historia de la infancia aún está por escribirse. Los estudiosos suelen coincidir en que la infancia tiene la forma de un hilo de Ariadna que se oculta en el laberinto de los tiempos, un objeto invisible que ha evitado mojarse en las aguas de la historiografía. Son varias las causas que vuelven especialmente árida la tarea del historiador que se ocupa de la infancia. Tomando el aporte de la iconografía, Phillipe Ariès señaló el carácter invisible del niño en la mayor parte de las sociedades de la Antigüedad. El investigador francés reparó en el hecho de que -al menos durante todo el Medioevo- los artistas no conocían la infancia, o al menos no llegaban a representarla; el niño figuraba en la pintura no como un ser dotado de características propias, sino como una suerte de adulto en miniatura. La deformación del cuerpo infantil y el rechazo de sus rasgos específicos fueron compartidos por la estética de todos los periodos previos a la modernidad. En la opinión de Ariès, es difícil achacar dicha tendencia a una impericia técnica de los artistas; “cabe pensar más bien”, decía, que en tales sociedades “no había espacio para la infancia”.
La excepción podía hacerla el arte griego del periodo helénico, pródigo en la reproducción de figuras de Eros de proporciones perfectamente aniñadas. Sin embargo, ello podría obedecer más a los ideales miméticos característicos del arte helénico que a la existencia de una concepción del niño que distinguiera el mundo adulto del infantil. Así se revela en las epopeyas del periodo clásico, en donde los niños aparecen retratados como épicos guerreros y hacen gala del mismo arrojo y valentía que los héroes adultos, así como en la invisibilidad que tuvo la infancia en las obras del pensamiento helenista que cimentaron las bases de la cultura occidental. Vista como una fase de la vida que una vez superada (lo que, como se sabe, era entonces infrecuente) quedaba relegada al olvido, la infancia permaneció unida en el arte de la Antigüedad a un mundo de representaciones que la desconocía e incluso la rechazaba. En todos los casos, se ignoraba la especificidad del mundo infantil.
Otro obstáculo que sale al paso a quien sigue las huellas de la infancia en la historiografía, reside en que las muy escasas alusiones a la vida infantil son parte de la biografía de personajes célebres, generalmente nobles o reyes, cuyos relatos idealizados pintan un cuadro novelesco que carece de valor histórico documental y que más podrían pertenecer al ámbito de lo prodigioso y lo fantástico; como el diario personal de Héroard, médico de Luis XIII que -a comienzos del siglo XVII- decía que apenas salir de su madre, el delfín tomó con tal fuerza su cordón umbilical que ella no podía arrebatárselo. Además, mientras que la historia ha privilegiado los acontecimientos públicos, la infancia ha permanecido en la sombra del relato privado. A esto se añade el carácter escabroso del lugar histórico del niño en las civilizaciones de Oriente y Occidente. Del infanticidio al sacrificio, del abandono al filicidio, de la emasculación a la sodomía, de la tortura física a la infusión de pánico como forma de dominio, el lugar social del niño traza una galería de retratos de época en los que la ignominia y el envilecimiento muestran que la historia de la infancia bien podría constituir la historia universal de una infamia.
En una veta opuesta a la de Ariès, el pensador estadounidense Lloyd deMause, impulsor del enfoque “psicohistórico”, planteó que la ansiedad que nace de la “distancia psíquica” existente entre niños y adultos ha jugado un papel fundamental en la conformación de los lazos paternofiliales, y ha propuesto explicar, a partir de la evolución de los mismos, la mutación de los rostros históricos que ha ostentado la infancia. Para deMause, el lugar del niño en la sociedad es análogo al de un psicoanalista que recibe en proyección toda la angustia, la ansiedad, el amor y el odio adultos, así como una demanda perenne de satisfacer lo que no puede ser satisfecho. “El psicoanalista”, escribe deMauss, “está acostumbrado a que se le utilice como „recipiente‟ de las proyecciones masivas del paciente. Este ser utilizados como vehículos para las proyecciones, era lo que le solía ocurrir a los niños en otras épocas”. De este modo, el niño ha sido visto en diferentes momentos como un ángel pleno de inocencia o un demonio portador de todo mal; como el producto de la mera necesidad del cuerpo o un intruso mortífero en el seno materno; como un espejo que refleja a un adulto prematuro o bien a un ser incompleto que requiere moldeamiento; igual que una roca en estado bruto solicita la mano y los instrumentos del escultor para cobrar un aspecto humano. Con la mayor de las suertes, el niño ha sido considerado un adulto en potencia, quizás lleno de futuro pero vacío de realización.
Tocó al destino de Jean Jacques Rousseau avanzar un cambio en dicho estado de cosas con la publicación de su obra Emilio o de la educación, en 1762. Enemigo de los moldes educativos generalizados, Rousseau promovía el respeto a la individualidad del niño y la atención a su singularidad; otorgaba, sobre todo, un lugar esencial a las diferencias elementales que existen entre el adulto y el niño. Estas líneas, por ejemplo, prefiguran hasta cierto punto la tesis del psicoanalista Sándor Ferenczi, que habló en la primera mitad del siglo XX de la confusión babélica que nace del enfrentamiento inevitable entre el lenguaje adulto y el infantil: “Si los niños escuchasen la razón, no necesitarían que los educaran”, decía Rousseau, “pero con hablarles desde su edad más tierna una lengua que no entienden, los acostumbran a contentarse con palabras, a censurar todo cuanto les dicen". Se trataba de un libro verdaderamente revolucionario (inspirador, de hecho, de los ideales de la Revolución Francesa), adelantado a su época en casi dos siglos y que a dos días de publicado ya merecía del secuestro de la policía. Rousseau parecía decir que la educación es cosa de niños, y el punto más innovador del Emilio radicaba en concebir a los niños como los maestros de los adultos. Al entender al niño como un individuo cuyo destino se cumple en el presente (y no en un futuro improbable), el método educativo de Rousseau buscaba las claves del razonamiento infantil para vincularse a él. Pero el impulso de sus planteamientos quedaría sin ecos hasta bien entrado el siglo XX. A partir de ese momento, la influencia del pensamiento de Rousseau comenzará a sentirse en el desarrollo de la pedagogía y la puericultura, la medicina infantil y la psicología evolutiva. De ser objeto de desprecio y maltrato, el niño pasó a convertirse en objeto de estudio y atención.
En el Segundo Libro de su obra, Rousseau recordaba que la raíz etimológica de la palabra “infancia”, proviene de no tener voz, lo que equivale a no ser escuchado, a no tener derechos. Hoy, en la época de “los derechos del niño”, vale la pena detenerse una vez más en el sentido de esta etimología. La palabra latina infans (niño) se compone del prefijo “in”, que significa negación, y del participio del verbo “for”, “faris”, que significa “hablar”. Infans significa, entonces, “aquel que no habla”. Y aquel que no habla, podríamos añadir, necesariamente es hablado. El psicoanalista francés Jacques Lacan dijo alguna vez: “cada sujeto lleva la marca del modo en que ha sido hablado y de eso dependerá lo que se cristalizará para ese sujeto como inconsciente”. Sería el psicoanálisis, en efecto, la disciplina que en los albores del siglo XX introduciría en la cultura moderna la primera concepción del niño como “sujeto”, es decir, un ser habitado por el lenguaje y el deseo inconsciente, como cualquiera. Si la historiografía nos dice que hay un borramiento, un olvido de la infancia, el psicoanálisis enseña que antes de hablar somos hablados y que es la propia infancia la primera que tendemos a olvidar y a reprimir.
Después de Freud y de Rousseau, de los avances y desarrollos en la pediatría y la pedagogía, cabe preguntarse: ¿cuánto de las antiguas concepciones sobre la infancia pervive discretamente en el uso cotidiano del lenguaje? El Diccionario de uso del español, de María Moliner, informa que la palabra “niño” se aplica con benevolencia a una persona “ingenua” o “irrazonable”; asimismo, en ciertos empleos pude implicar “franco desprecio”. Los calificativos “infantil”, “pueril” o el sustantivo “niñería”, suelen apuntar con desdén hacia aquello a lo que se otorga poca sustancialidad. En el diccionario también encontramos que la palabra “niño” es definida como “persona no adulta”. En las sociedades contemporáneas, entonces, ¿realmente se ha dejado de ver al niño como la entelequia de un adulto? Rebasada la primera mitad del siglo XX, Roland Barthes se refería así a los juguetes infantiles: “Los juguetes habituales son esencialmente un microcosmos adulto; todos constituyen reproducciones reducidas de objetos humanos, como si el niño, a los ojos del público, sólo fuese un hombre más pequeño, un homúnculo al que se debe proveer de objetos de su tamaño”. En la era de los videojuegos y la creciente virtualización del mundo –en especial del mundo infantil-, las palabras del semiólogo conservan cierta actualidad. Seguimos pensando que el juego infantil es algo demasiado serio como para dejarlo en manos de los niños.
Texto publicado en "Acta Pediátrica". Volumen 31, número 6. Noviembre-diciembre de 2010.
Texto publicado en "Acta Pediátrica". Volumen 31, número 6. Noviembre-diciembre de 2010.