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En ciertas zonas lacustres de México habita un curioso anfibio que a lo largo de los siglos
ha sido estudiado por zoólogos y especialistas de la evolución. Su nombre
castellanizado es ajolote (del náhuatl, axolotl). De este animal neoténico
impresiona de entrada su aspecto infantil, empecinadamente larvario, casi fetal.
La peculiaridad de la especie consiste en que durante su existencia conserva una
característica que en los anfibios es propia de las larvas: respiración
branquial en un hábitat acuático. Sin embargo, y pese a su
apariencia larvaria, el axolotl (ambystoma mexicanum) en su estado natural es capaz de reproducirse.
Los investigadores encontraron que, tras el suministro de una hormona tiroidea,
el axolotl experimenta la metamorfosis normal de los anfibios: desaparecen las
branquias, desarrolla fosas nasales y respiración pulmonar, abandona la vida
acuática y se convierte en salamandra terrestre; dotada de párpados y un
cuerpo cartilaginoso, deviene un espécimen adulto de la salamandra moteada (ambystoma tigrinum). Muda de especie.
Mientras que algunos antropólogos y sociólogos han visto en el axolotl una
metáfora para ilustrar el estado perennemente inmaduro de las sociedades
arcaicas, algunos escritores han encontrado en él una suerte de tótem que
encarna un conjunto de ideas inquietantes. De esta suerte, las carencias
metamórficas del animal se han visto recompensadas con una gran dosis de fuerza
metafórica.
En sus estudios sobre el pensamiento salvaje (1962), Claude Lévi-Strauss comentaba que las especies elegidas como animales totémicos no lo eran tanto por ser “buenas para comer”, como “buenas para pensar”. El axolotl, ha escrito Roger Bartra, “es un animal bueno para pensar críticamente, pues (…) pone en duda las verdades establecidas. Hay que jugar con él para que nos abra las puertas de la verdad y de la ironía”. En la figura y, sobre todo, la condición neoténica de este anfibio el filósofo italiano Giorgio Agamben encontró una poderosa metáfora del infans. En su ensayo Para una filosofía de la infancia sugiere que la metáfora que brinda esta especie permite formular una hipótesis “que explique de una nueva manera el lenguaje y toda la tradición exosomática (cultura) que, más que cualquier impronta genética, caracterizan al Homo sapiens”. Agamben propone imaginar a un niño que se asienta en su entorno larvario y queda fijado en su plena sensación de omnipotencia y falta de especialización, un niño que, rechazando todo entorno específico, sigue el camino de su propia indeterminación e inmadurez. Escribe Agamben: “En tanto que otros animales (¡los maduros!) meramente obedecen a las instrucciones genéticas escritas en su código genético, el infante neoténico se halla en situación de poder prestar atención a lo que no está escrito, de prestar atención a posibilidades somáticas arbitrarias y no codificadas”. Libre de directivas genéticas, dice el filósofo, el niño podría “nombrar las cosas en su idioma y de esta manera abrir ante sí una infinidad de mundos posibles”. Agamben distingue en la infancia el lugar preeminente de lo posible y lo potencial, otorga al niño la característica de vivir en su propia y pura potencia, su propia y pura posibilidad; pues en la infancia, añade, no se distingue lo posible de lo real, en cambio, lo posible se vuelve la vida misma.
En sus estudios sobre el pensamiento salvaje (1962), Claude Lévi-Strauss comentaba que las especies elegidas como animales totémicos no lo eran tanto por ser “buenas para comer”, como “buenas para pensar”. El axolotl, ha escrito Roger Bartra, “es un animal bueno para pensar críticamente, pues (…) pone en duda las verdades establecidas. Hay que jugar con él para que nos abra las puertas de la verdad y de la ironía”. En la figura y, sobre todo, la condición neoténica de este anfibio el filósofo italiano Giorgio Agamben encontró una poderosa metáfora del infans. En su ensayo Para una filosofía de la infancia sugiere que la metáfora que brinda esta especie permite formular una hipótesis “que explique de una nueva manera el lenguaje y toda la tradición exosomática (cultura) que, más que cualquier impronta genética, caracterizan al Homo sapiens”. Agamben propone imaginar a un niño que se asienta en su entorno larvario y queda fijado en su plena sensación de omnipotencia y falta de especialización, un niño que, rechazando todo entorno específico, sigue el camino de su propia indeterminación e inmadurez. Escribe Agamben: “En tanto que otros animales (¡los maduros!) meramente obedecen a las instrucciones genéticas escritas en su código genético, el infante neoténico se halla en situación de poder prestar atención a lo que no está escrito, de prestar atención a posibilidades somáticas arbitrarias y no codificadas”. Libre de directivas genéticas, dice el filósofo, el niño podría “nombrar las cosas en su idioma y de esta manera abrir ante sí una infinidad de mundos posibles”. Agamben distingue en la infancia el lugar preeminente de lo posible y lo potencial, otorga al niño la característica de vivir en su propia y pura potencia, su propia y pura posibilidad; pues en la infancia, añade, no se distingue lo posible de lo real, en cambio, lo posible se vuelve la vida misma.
En
el ensayo Para una filosofía de la
infancia, Giorgio Agamben recuerda que los adultos han intentado desde
siempre acotar la coincidencia inmediata que -en el niño- mantienen la vida y
la posibilidad; intentan, por ejemplo, restringir las manifestaciones
espontáneas del niño a tiempos y lugares específicos: una habitación de juegos,
un tiempo para jugar, la instauración de juegos con leyes y códigos precisos.
Pero el filósofo añade que -en el juego- “el niño arriesga su vida entera,
jugando con ella literalmente a cada instante”. A esta
relación de inmediatez que el niño establece entre el juego y la vida abierta a
toda potencia Agamben la denomina experimentum
potentiae; pero aclara que de tal experimento no se ausentan las
funciones fisiológicas del cuerpo infantil, muy al contrario: “el niño
juega con su función fisiológica, o mejor dicho, la juega, y de este modo
deriva de ello un placer”.
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En
otro ensayo, Infancia e Historia,
Agamben afirma que “la infancia encuentra su lugar lógico en una exposición
de la relación entre experiencia y lenguaje”. A su modo
de ver, la experiencia que el niño tiene del lenguaje estaría cifrada en la
separación que existe entre lengua y habla. Así, habría una discordancia
fundamental -de la semiótica a la semántica- entre la entrada del niño en la
estructura del lenguaje y su entrada al ámbito del discurso. Escribe
Agamben: “En tanto que tiene una infancia, en tanto que no habla desde siempre,
el hombre no puede entrar en la lengua como sistema de signos sin transformarla
radicalmente, sin constituirla en discurso”. Una vez cautivo en el lenguaje convencional el niño
no puede -so pena de “patología”- volver al mundo de los puros signos. “La red
de los signos puede ser convertida en lengua y la recíproca no es posible”
(Pascal Quignard). La entrada en la lengua, entonces, implica para
el niño la pérdida de la condición infans.
Así la infancia se presenta como una enfermedad cuya única cura es el
lenguaje.
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Como el adulto, el niño teje una verdad con los hilos del deseo.
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Fragmentos de mi artículo "Entre cuerpo y lenguaje, entre escucha y mirada: el niño", recientemente aparecido en el número 6 de Cadernos, publicación de Aleph escola de psicanálise de Belo Horizonte, Brasil. Desde aquí agradezco al comité de redacción de la revista y a la traductora por el cuidado puesto en la publicación de este trabajo. GMA.
Fragmentos de mi artículo "Entre cuerpo y lenguaje, entre escucha y mirada: el niño", recientemente aparecido en el número 6 de Cadernos, publicación de Aleph escola de psicanálise de Belo Horizonte, Brasil. Desde aquí agradezco al comité de redacción de la revista y a la traductora por el cuidado puesto en la publicación de este trabajo. GMA.