El escritor, su biografía: murió, vivió y murió.
M. Blanchot (La escritura del desastre)
Estuvo cerca de convertirse en un escritor sin rostro, un escritor cuyo único espejo sería su propia escritura. Acometió la novela (de especial cuño) y el relato corto, el ensayo crítico y la escritura fragmentaria. Sus textos de crítica devienen, por obra y gracia de agudeza y estilo, piezas de creación literaria, mientras que sus relatos lindan con la prosa subjetiva en la tradición ensayística. Una estética de la fragmentación, el aislamiento y el silencio acompañó sus reflexiones sobre la pérdida de identidad, los límites del pensamiento y la palabra y la posibilidad de expresión, en la muy tensa línea que va de lo imposible de la expresión a la expresión de lo imposible. En la estela de Mallarmé, recorrió las preguntas sobre el Libro como totalidad, como analogía del universo, y sobre el modo en que el acto de escribir comienza cuando surge la pregunta: ¿qué es escribir? (Pregunta germen, por cierto, de la literatura llamada posmoderna).
De joven estudió psiquiatría y medicina, carreras que no ejerció, pero en las que sin duda empezaría a interrogar al cuerpo como fuente de signos, a indagar en torno a la muerte, a presentir el ser como insuficiencia. De precaria salud toda su vida (en lo que algunos vieron el por qué de su retiro), no vio impedimento para vivir casi un siglo y -teórico del desobramiento y la ausencia de obra- dejar una obra sin parangón en la literatura; si admitimos que lo que se llama obra en Blanchot no es sino el continuo ejercicio ("Toda mi obra es sólo un ejercicio", decía en El libro que vendrá) de pensar y escribir la imposibilidad de la obra literaria, de escribir desde otro lugar que no sea la íntima exterioridad que funda un habla de escritura: "Escribir: Trazar un círculo en cuyo interior vendría a inscribirse el Afuera de todo círculo".
Para el escritor, decía, la experiencia del habla (parole) de escritura, ese Afuera, es lo que se llama literatura.
Pero Blanchot también exploraría las distancias entre el registro del habla y la escritura a partir de Platón, Wittgenstein, o la poesía de Paul Celan. Al abordar las características de la palabra que -por (a)mor de transferencia- circula en otro ejercicio, otra experiencia de habla (parole) que involucra a la letra, el ensayo que copio ahora: El habla analítica, podría situarse en la senda de estas indagaciones.
Además de testimoniar la lectura blanchotiana de Freud y de Lacan (en especial del "Discurso de Roma"), en el texto se trata, entre otras cosas, del diálogo analítico concebido como una dialéctica singular, donde la palabra y la verdad advienen a partir de una extraña relación de a dos, donde tres se ven comprometidos.
El habla analítica
Maurice Blanchot
Cuando pensamos en Freud, no dudamos de que hemos tenido con él una reencarnación tardía, la última quizá, del viejo Sócrates. Cuánta fe en la razón. Cuánta confianza en el poder liberador del lenguaje. Cuánta virtud concedida a la relación más simple: un hombre que habla y un hombre que escucha. Y resulta que no sólo se curan las mentes, sino también los cuerpos. Aquello es admirable, aquello entonces rebasa la razón. Para evitar cualquier burda y mágica interpretación de ese fenómeno maravilloso, Freud tuvo que hacer un pertinaz esfuerzo de dilucidación, tanto más necesario cuanto que su método tenía un origen impuro, al haber empezado muy cerca del magnetismo, la hipnosis y la sugestión. ¿Acaso las relaciones, incluso reducidas a relaciones de lenguaje, entre enfermo y médico, no serían siempre esencialmente mágicas?
En cualquier clínica psiquiátrica, esta impresión de violencia llama la atención del espectador, violencia reforzada además por el espectáculo. El habla no es libre, los ademanes engañan. Todo lo que dice uno, todo lo que hace el otro, enfermo o médico, es trampa, ficción o prestigio. Estamos en plena magia.
Y cuando Freud descubrió —con qué malestar— el fenómeno de la "transferencia", donde tuvo que volver a encontrar el equivalente de las relaciones de fascinación propias de la hipnosis, habría podido buscar en ello la prueba de que aquello que sucedía entre las dos personas reunidas ponía en juego fuerzas oscuras, o esas relaciones de influencia que siempre se atribuyó a la magia de las pasiones, pero, al contrario, se ciñe admirablemente a su presentimiento de que el médico desempeña un papel, no encantado, sino más oculto. Nulo quizás, y por eso, muy positivo, el papel del médico, de una presencia-ausencia en la que llega -a recuperar forma y expresión, verdad y actualidad, algún drama antiguo, algún acontecimiento real o imaginario, profundamente olvidado. Por lo tanto, el médico no estaría ahí en sí, sino en lugar de otro, él es otro y lo otro antes de llegar a ser el otro. Freud, en ese instante, procura sustituir, quizás antes de saberlo, la magia por la dialéctica, pero también la dialéctica por el movimiento de un habla distinta.
En todo caso, si lo supo, lo desechó rápidamente, lo que puede lamentarse, pero también puede pensarse que fue una suerte, ya que Freud, en vez de utilizar un vocabulario filosófico establecido y de nociones precisas y ya elaboradas, fue llevado a un extraordinario esfuerzo de descubrimiento e invención de lenguaje que permitió exponer, de un modo evocador y persuasivo, el movimiento de la experiencia humana, sus nudos, sus momentos en que, a un estadio cada vez más elevado, un conflicto —el mismo conflicto—, insoluble y sin embargo que debe resolverse, lleva más lejos al individuo que se educa, se altera y se deshace en él. [1]
Lo sorprendente es la especie de pasión del origen que animó a Freud —la que experimenta también, primero, en su forma invertida: repulsión por el origen.[2] Y así, invita a buscar a cada uno, detrás de sí, para encontrar la fuente de toda alteración, un "acontecimiento" primero, individual, propio de cada historia, una escena, algo importante y sobrecogedor, pero algo que no puede dominar ni determinar aquel que lo experimenta y con lo que tiene relaciones esenciales de insuficiencia.
Por una parte, se trata de remontarse hasta un comienzo. Ese comienzo tuvo que ser un hecho. Ese hecho tuvo que ser singular, vivido como único y, en este sentido, inefable e intraducible. Pero, al mismo tiempo, ese hecho no es único. Es el centro de un conjunto inestable y fijo de relaciones de oposición e identificación. No es un comienzo. Cada escena está siempre a punto de abrirse a una escena anterior, y cada conflicto no sólo es él mismo, sino el recomienzo de un conflicto más antiguo, al que reanima y a cuyo nivel tiende a restablecerse. Ahora bien, esta experiencia siempre ha sido la de una insuficiencia fundamental. Cada uno hace la experiencia de sí como ente insuficiente. Como si tuviéramos acceso a las diversas formas de la existencia tan sólo estando privados de nosotros y privados de todo.
Nacer es, después de haberlo tenido todo, carecer súbitamente de todo, y primeramente del ser —si el niño no existe ni como cuerpo constituido ni como mundo. Todo es exterior a él, y no es casi nada sino aquel exterior: el Afuera, la exterioridad radical sin unidad, la dispersión sin nada que se dispersa; la ausencia que no es ausencia de nada. Esa es la primera y única presencia del niño. Y cada vez que cree haber conquistado con lo circundante una determinada relación de equilibrio, cada vez que recupera un poco de vida inmediata, de nuevo tiene que privarse de ella (el destete, por ejemplo). Siempre es al lado de esa carencia y por la exigencia de esa falta que se forma el presentimiento de lo que él será, su historia. Pero esa carencia es el "inconsciente": la negación que no sólo es carencia, sino relación con lo que falta —deseo. Deseo cuya esencia es ser eternamente deseo, deseo de lo imposible de alcanzar e incluso de desear.
Bien se sabe que la suerte del hombre es la de nacer prematuramente, y que debe su fuerza a su debilidad, fuerza que es fuerza de la debilidad, es decir pensamiento. Como quiso decirlo probablemente Pascal, el hombre tuvo que hacerse débil para llegar a ser pensante. Pero esa falta original de donde le vino todo, esa carencia experimentada como una culpa, las prohibiciones que preservan la falta y nos impiden colmarla, a fin de que no podamos nunca tener ni ser, estando siempre apartados de lo próximo a nosotros, siempre destinados a lo extraño: esas vicisitudes, esas dichosas dificultades, esos episodios tremendos que llenan la historia de nuestra cultura son, ante todo, la expresión de nuestra propia experiencia. Extraña experiencia.
Por muy puramente que creamos pensar, siempre será posible oír en este pensamiento puro el retumbar de los accidentes de la historia original del pensador, y oír este pensamiento, comprenderlo a partir de los accidentes oscuros de su origen. Por lo menos tenemos esto, esta certeza acerca de nosotros mismos, este saber de cuanto nos es más particular e íntimo, y si ya no tenemos el puro pensamiento, en cambio tenemos y conocemos la espina que permanece en la carne, al habernos remontado hacia aquellos momentos primeros donde quedó fijado algo de nosotros y donde nos rezagamos indebidamente. Por consiguiente, ése es el punto donde todo habría empezado.
Lo cual sería cierto si se tratara de momentos realmente primeros. Pero la fuerza del análisis es disolver todo lo que parece ser primero en una anterioridad indefinida: todo complejo disimula siempre otro, y todo conflicto primordial lo hemos vivido como si siempre lo hubiéramos vivido, vivido como otro y como vivido por otro, en cuyo caso no lo vivimos nunca, sino que lo revivimos y no podemos vivirlo, y precisamente es esta separación, esta inextricable distancia, este redoblamiento y desdoblamiento indefinido, el que, cada vez, constituye la sustancia del episodio, su triste fatalidad, como su poder formador, y lo hace inasible como hecho y fascinante como recuerdo. ¿Y acaso tuvo realmente lugar alguna vez? No importa, pues lo que cuenta es que, bajo la interrogación apremiante del silencio del psicoanalista, poco a poco lleguemos a ser capaces de hablar de él, de relatarlo, de hacer de este relato un lenguaje que recuerda y de este lenguaje la verdad animada del acontecimiento inasible —inasible porque siempre está perdido, porque siempre falta en relación consigo. Habla liberadora donde encarna precisamente como falta y así finalmente se realiza.
La situación del análisis, tal como Freud lo descubrió, es una situación extraordinaria que parece salir del mundo mágico de los libros. Esa puesta en relación, como se dice, del sofá y el sillón, ese diálogo desnudo en que, dentro de un espacio separado, aislado del mundo, dos personas, invisibles la una para la otra, poco a poco son inducidas a confundirse con el poder de hablar y el poder de oír, a no tener más relación que la intimidad neutra de las dos caras del discurso, esta libertad, para el uno, de decir cualquier cosa, para el otro, de escuchar sin atención, como inconscientemente y como si no estuviera allí. Y esta libertad que llega a ser, en esto mismo, la relación más oscura, más abierta y más cerrada. Este que, por así decirlo, no debe dejar de hablar, dando la expresión a lo incesante, no sólo diciendo aquello que no puede decirse, sino hablando poco a poco como a partir de la imposibilidad de hablar.
Imposibilidad que está siempre ya en las palabras, no menos que por debajo de ellas, vacío y blanco, que no es un secreto, ni una cosa callada, sino cosa siempre ya dicha, callada por las palabras mismas que la dicen y en ellas. Y así todo siempre está dicho, y nada está dicho. Y aquel que parece ser el más despreocupado, el más ausente de los auditores, un hombre sin rostro, apenas alguien, especie de cualquiera que hace equilibrio con lo cualquiera del discurso, como un hueco dentro del espacio, un vacío silencioso que sin embargo es la verdadera razón de hablar, que rompe sin cesar el equilibrio, hace variar la tensión de los intercambios, responde y no responde, y transforma insensiblemente el monólogo sin salida en un diálogo donde cada uno ha hablado.
Cuando se ve el escándalo que Jacques Lacan provocó en algunos medios del psicoanálisis al identificar —identidad de diferencia— la búsqueda, el saber, la técnica psicoanalítica con relaciones esenciales del lenguaje, ello puede parecer sorprendente —sin sorpresa pese a todo—, por lo evidente que parece ser el hecho de que el principal mérito de Freud es el de haber enriquecido la "cultura humana" con una forma sorprendente de diálogo, donde —quizá llegaría a vislumbrarse algo que nos ilumine a nosotros mismos a través del otro cuando hablamos.[3]
Diálogo sin embargo extraño, extrañamente ambiguo debido a la situación sin verdad de ambos interlocutores. Cada uno engaña al otro y se engaña sobre el otro. Uno está siempre dispuesto a creer que la verdad sobre su caso ya está presente, formada y formulada en aquel que escucha y que sólo demuestra mala voluntad al no revelarla.[4] El otro, que no sabe nada está siempre dispuesto a creer que sabe algo, porque dispone de un vocabulario y un marco supuestamente científicos donde la verdad sólo tiene que integrarse.
Por lo tanto, escucha a partir de una posición de fuerza, ya no como un puro oído, un puro poder de oír, sino como un saber que desde un principio sabe mucho, juzga al paciente, lo mide y, en ese lenguaje inmediato, oye científicamente y descifra hábilmente otro lenguaje —el de los complejos, de las motivaciones ocultas, de los recuerdos olvidados— con el cual entra en comunicación, para que, por un sistema de exclusas y diques, esa habla todavía muda se eleve en el que habla, nivel tras nivel, hasta la decisión del lenguaje manifiesto. Pero como no está prohibido para el paciente haber leído las obras de Freud, él no es más inocente, en principio, que el hombre docto del sillón, incluso si no se sirve de Freud para resistirle a Freud, no será fácil llegar, entre esas dos personas, al disimulo más profundo que debería transparentarse en tal encuentro.
El psicoanalista tiene que hacerse psicoanalizar. Esta es una exigencia a la que está siempre dispuesto a someterse tradicionalmente, pero no tanto a someterle lo que sabe y la forma en que lo sabe. ¿Cómo psicoanalizarse de su saber, dentro de ese mismo saber? Sin embargo, si el psicoanálisis se ha convertido en una "ciencia objetiva" como las otras, que pretende describir y determinar la realidad interior del sujeto, manejar a éste con ayuda de recetas probadas y reconciliarlo consigo mismo haciéndole cómplice de fórmulas satisfacientes, esto no sólo proviene del peso natural de las cosas, de la necesidad de certidumbre, deseo de inmovilizar la verdad a fin de disponer de ella cómodamente, necesidad al fin de tener algo mejor que una ciencia de segundo orden; también proviene de que al habla errante que suscita, responde en el médico una profunda ansiedad que intenta colmarse recurriendo a un saber ya hecho, por la creencia en el valor explicativo de algunos mitos, por la ilusión también de que más allá del lenguaje se entra realmente en relación con la vida íntima del sujeto, con su historia verdadera, con un montón de residuos pedantes y banales que se enredan y desenredan a gusto, a fin de no estar expuesto, en una relación de desigualdad desconocida, con esa habla hueca —hueca, incluso cuando está llena— que sólo pide ser oída.
Además, se sabe que en muchos casos el psicoanálisis se ha convertido principalmente en una disciplina de complemento y que muchos de quienes lo reivindican no vacilan en utilizar los procedimientos usuales de observación médica. Quizá sea inevitable. Pero entonces, ¿cómo no ver que la "relación" propuesta por Freud está destruida en su esencia? ¿Cómo puede esperarse reconciliar en sí el psicoanálisis que siempre lo cuestiona a uno en el lugar mismo que ocupa como observador, como pensador, sabio o parlante, y el psicoanálisis considerado de repente como la afirmación ingenuamente absoluta de un saber científicamente cierto, que explica una realidad objetivamente determinada?
El esfuerzo de Jacques Lacan consiste precisamente en tratar de situarnos de nuevo ante esa esencia del "diálogo" psicoanalítico que él entiende como la forma de una relación dialéctica, la cual, sin embargo, recusa (desune) la dialéctica misma. Emplea fórmulas de este tipo: El sujeto empieza el análisis hablando de sí sin hablarle a usted -o hablándole a usted sin hablar de sí. Cuando pueda hablarle de sí, el análisis habrá terminado. Enseña que lo esencial del análisis es la relación con el otro, en las formas que hace posible el desarrollo del lenguaje.
Libera el psicoanálisis de todo lo que lo convierte ya sea en un saber objetivo, ya sea en una suerte de acción mágica; denuncia el prejuicio que conduce al analista a buscar más allá de las palabras una realidad que se esforzaría en alcanzar: No hay nada que pueda extraviar más al psicoanalista como la pretensión de guiarse por un supuesto contacto que experimente con la realidad del sujeto . . . El psicoanálisis siempre es una relación dialéctica donde el no-actuar del analista guía el discurso del sujeto hacia la realización de su verdad, y no es una relación fantasmal donde se rozan dos abismos. No se trata de saber si el sujeto volvió a recordar cualquier cosa: sólo relató el acontecimiento. Lo hizo pasar en el verbo o más exactamente en el epos donde él relaciona con la hora presente los orígenes de su persona. En la rememoración psicoanalítica no se trata de realidad, sino de verdad . . . Tal esfuerzo de purificación, que sólo empieza, sin duda es una empresa importante, y no sólo para el psicoanálisis.[5]
La originalidad del "diálogo" psicoanalítico, sus problemas, sus riesgos y, quizá al final, su imposibilidad, ahora aparecen mejor.
Esa liberación del habla por sí misma representa una apuesta sobrecogedora a favor de la razón entendida como lenguaje, y del lenguaje oído como poder de recogimiento y concentración en el seno de la dispersión.
Aquel que habla y acepta hablar cerca de otro poco a poco encuentra los caminos que harán de su habla la respuesta a su habla. Esa respuesta no le viene de afuera, habla de oráculo o habla de dios, respuesta del padre al hijo, de aquel que sabe a aquel que no quiere saber sino obedecer, habla petrificada y petrificante que se gusta de llevar en lugar de sí como una piedra. Es preciso que la respuesta, incluso viniendo de fuera, venga de adentro, vuelva a aquel que la oye como el movimiento de su propio descubrimiento, permitiéndole reconocerse y saberse reconocido por ese extraño, confuso y profundo otro que es el psicoanalista y donde se particularizan y universalizan todos los interlocutores de su vida pasada que no lo oyeron.
El doble rasgo de ese diálogo es que sigue siendo un habla solitaria destinada a encontrar sola sus caminos y sus medidas, y que sin embargo, aunque se expresa sola, no logra cumplirse más que como una relación verdadera con un otro verdadero, relación donde el interlocutor —lo otro— deja de pesar sobre la palabra que dijo el sujeto (entonces apartado de sí como del centro), sino que la oye y al oírla le responde, y por esta respuesta lo hace responsable, lo hace realmente parlante, hace que él haya hablado de verdad y en verdad.
La palabra verdad que surge ahí y que justamente Jacques Lacan usa preferentemente a la palabra realidad, desde luego es la más fácil de desmentir, es siempre desplazada, desconocida por el saber que dispone de ella para el conocimiento, de modo que más valdría (quizá) renunciar a ella, si no planteara el problema del tiempo y en primer lugar el de la duración del tratamiento, pues no hay que olvidar que el sujeto no siempre es un diletante en busca de sí mismo, sino alguien profundamente menoscabado a quien conviene "curar". ¿Entonces, cuándo está terminada la cura? Sólo cuando el paciente y el analista estén ambos satisfechos. Respuesta sobre la cual podemos soñar.
Puesto que no puede tratarse de una satisfacción del humor, sino de esta especie de complacencia que es la sabiduría, ello equivale a decir que debe aguardarse el final de la historia y esa satisfacción suprema que es el parangón -de la muerte como ya lo sugería Sócrates. Esto no es una crítica. Uno de los aspectos impresionantes del análisis es el hecho de que esté ligado a la necesidad de ser siempre "finito e infinito", de acuerdo con la expresión de Freud. Cuando empieza, empieza sin fin. La persona que se somete a él entra en un movimiento cuyo término es imprevisible, así como en un razonamiento cuya conclusión trae consigo algo como un poder nuevo, la imposibilidad de concluir. Porque, diciéndolo apresuradamente, aquí toma la palabra lo incesante y lo interminable.
El eterno machacar cuya exigencia fue encontrada por el paciente, pero que fue detenida por él en formas fijas que se inscriben ahora en su cuerpo, su conducta, su lenguaje. ¿Cómo ponerle un término a lo interminable? ¿Cómo podrá cumplirse el habla precisamente por cuanto es infinita, y precisamente encontrar fin y significación en el recomienzo de su movimiento sin fin? Sin duda se nos dice que primero se trata de un mensaje limitado que debe ser expresado (descifrado) cuando es necesario. Pero entonces la tarea es todavía más difícil puesto que sobre el fondo de lo interminable, que se debe a la vez preservar, afirmar y cumplir, tiene que tomar forma y dar término un habla precisa que sólo será justa si cae en el momento justo. En efecto, el momento de la respuesta no es menos importante que la dirección de la respuesta.
Una respuesta "verdadera" que interviene muy pronto o muy tarde ya no tiene poder de responder; sólo cierra la pregunta sin hacerla transparente o bien se convierte en el fantasma de la pregunta indefinidamente sobreviviente. Otra apariencia del recomienzo eterno donde lo que aparece (disimulándose) es que no hay comienzo ni término, movimiento que no es dialéctico, que amenaza toda dialéctica y que, en el lenguaje mismo, también habla, habla que no es verdadera ni falsa, ni sensata ni insensata, sino siempre lo uno y lo otro. Habla que es la más profunda, pero que habla como la profundidad sin profundidad. Y tal vez sea el peligroso deber del psicoanalista el intentar suprimirla, al suprimir lo que efectivamente se opone a toda conducta o a toda expresión supuestamente normal, pero suprimiéndose en esta forma a sí mismo, y por esto volviendo a encontrar la muerte. Su verdad. [6]
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De: El diálogo inconcluso en Monteávila Editores, Caracas, 1996. Traducción de Pierre la Place (L’entretien infini; Gallimard, 1969).
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Olá Gabriel, que belo post! Sua escrita me encantou. Obrigada pela postagem do ensaio de Blanchot.
ResponderEliminarAbraços, augusta