No por amo menos amoroso, pero a buen seguro esta foto muestra a Freud en su faceta de amo. Frisando ya los ochenta, un gesto como inclinarse a dar una caricia a Jofi (belleza, en hebreo), su inseparable chow chow de los últimos años, revela más dificultad que parsimonia en el andar de un hombre que aun en su edad madura rebosaba jovialidad. Ahora el cuerpo de Freud parece tenso y rígido y las líneas de expresión de su rostro sugieren la adustez y la severidad normales en quien ha sufrido enfermedad. Incluso la barba ya completamente blanca deja adivinar en su boca una contenida amargura. Se ha dicho poco de la pasión tardía de Freud por los perros, pero no resulta anómala en alguien que ha pasado medio siglo escuchando a media humanidad. El atuendo impecable del maestro ―un traje hecho a la medida, como debía ser, nos decía él, la técnica del psicoanalista― y la decoración del famoso estudio revelan de manera inequívoca un cuadro burgués. Los tapetes y tapices confieren a la imagen un ambiente exótico en el que domina un gusto fin de siécle. Por más que el cuello de la camisa nos parezca arrugado el nudo de la corbata ajustado a la perfección y la cadena del reloj cruzando el chaleco rescatan la imagen de Freud como hombre de impoluta elegancia.
Sobre el escritorio, cerca de los dos brazos izquierdos (el de cuero y el de carne y hueso) que en mutua labor sostienen a Freud en su descenso, reposan unos papeles en discreto desorden, seguramente notas o páginas manuscritas de alguno de sus últimos trabajos. Al fondo, sobre el ventanal, cuelga el pequeño espejo victoriano que Freud usaba para acomodar sus prótesis mandibulares antes de pasar al consultorio (donde Jofi rara vez se le separaba), y ahora es posible vislumbrar en él la calva occipital del analista. De uno concentrarse en tal reflejo especular pensaría de inmediato en el cráneo freudiano que inmortalizó en un boceto Salvador Dalí, el mismo que hizo decir al pintor de Figueras haber replicado la imagen de una inminente calavera. Pero el punto de fuga del retrato lleva el ojo observador hacia la perra, que parece no interesarse en la cámara y algo atisba en la lejanía, en esa actitud tan de los canes de mirar inquietamente el vacío que ha llevado a alguna gente a atribuirles la facultad de divisar espíritus. Suele creerse que el reloj gobernaba implacable el tiempo que duraban las sesiones en Bergasse 19, pero según cuenta Martin Freud en su libro sobre su padre, cuando Jofi ―que solía estar tumbada al lado del diván― se levantaba bostezando, Freud veía en su gesto perruno el signo fehaciente de que era momento de cortar, si bien ella podía anticiparse uno o dos minutos precipitando una suerte de escansión lacaniana avant la lettre. Jofi moriría de un ataque cardíaco pocas semanas después de ser tomada esta foto. Freud ―reconociendo en el amor a estos animales uno de cuño especial, pues, decía, es ajeno a la ambivalencia― confesó en una carta a Arnold Zweig que su duelo por la perra le parecía algo irreal, "sin embargo, por supuesto, no podemos fácilmente desembarazarnos de 7 años de intimidad". El creador del psicoanálisis sobreviviría dos años a su mascota, pero aquí de octogenario ya daba la impresión de cargar sobre su espalda el peso de todo el siglo XX. Y el tiempo parece no desmentir lo que decía en silencioso rictus su columna vertebral.
Sobre el escritorio, cerca de los dos brazos izquierdos (el de cuero y el de carne y hueso) que en mutua labor sostienen a Freud en su descenso, reposan unos papeles en discreto desorden, seguramente notas o páginas manuscritas de alguno de sus últimos trabajos. Al fondo, sobre el ventanal, cuelga el pequeño espejo victoriano que Freud usaba para acomodar sus prótesis mandibulares antes de pasar al consultorio (donde Jofi rara vez se le separaba), y ahora es posible vislumbrar en él la calva occipital del analista. De uno concentrarse en tal reflejo especular pensaría de inmediato en el cráneo freudiano que inmortalizó en un boceto Salvador Dalí, el mismo que hizo decir al pintor de Figueras haber replicado la imagen de una inminente calavera. Pero el punto de fuga del retrato lleva el ojo observador hacia la perra, que parece no interesarse en la cámara y algo atisba en la lejanía, en esa actitud tan de los canes de mirar inquietamente el vacío que ha llevado a alguna gente a atribuirles la facultad de divisar espíritus. Suele creerse que el reloj gobernaba implacable el tiempo que duraban las sesiones en Bergasse 19, pero según cuenta Martin Freud en su libro sobre su padre, cuando Jofi ―que solía estar tumbada al lado del diván― se levantaba bostezando, Freud veía en su gesto perruno el signo fehaciente de que era momento de cortar, si bien ella podía anticiparse uno o dos minutos precipitando una suerte de escansión lacaniana avant la lettre. Jofi moriría de un ataque cardíaco pocas semanas después de ser tomada esta foto. Freud ―reconociendo en el amor a estos animales uno de cuño especial, pues, decía, es ajeno a la ambivalencia― confesó en una carta a Arnold Zweig que su duelo por la perra le parecía algo irreal, "sin embargo, por supuesto, no podemos fácilmente desembarazarnos de 7 años de intimidad". El creador del psicoanálisis sobreviviría dos años a su mascota, pero aquí de octogenario ya daba la impresión de cargar sobre su espalda el peso de todo el siglo XX. Y el tiempo parece no desmentir lo que decía en silencioso rictus su columna vertebral.